De forma muy genérica, cuando hablamos de tolerancia a la frustración estamos definiendo la amarga sensación de impotencia, rabia y tristeza por no conseguir aquello que deseábamos. La frustración es una emoción percibida como negativa cuando no se llega a cumplir un proyecto, una ilusión, un deseo.
Los niños, especialmente los más pequeños, tienen conductas que son consideradas por los adultos como egoístas o egocéntricas. Y, efectivamente, así es, sin embargo, es necesario quitarle a esa forma de comportarse la connotación social o el juicio peyorativo que nosotros ponemos. Este forma parte del desarrollo normal del ser humano que va alcanzando progresivamente mayores niveles de madurez neurológica, tanto a nivel motriz como intelectual o cognitivo.
Entre los tres y los seis años, los niños se consideran el centro del mundo, los demás no existen. A esta edad la capacidad empática es aún un proceso muy precario e indefinido y no es hasta los seis años cuando se inicia la etapa de la empatía cognoscitiva o la capacidad de ver las cosas desde la perspectiva del otro, que alcanzará su madurez definitiva en torno a los 10-12 años con la empatía abstracta o social.
Saber esto ayuda a entender la razón por la cual los niños pequeños se comportan de forma narcisista. Ahora bien, de la misma forma que nacemos programados para el lenguaje, pero necesitamos del entorno para producirlo, también necesitamos aprender a ser empáticos y a tolerar la frustración con ayuda de los demás. Con especial protagonismo de los padres que son los referentes fundamentales en edades tempranas.
En este sentido, resulta frecuente ver cómo hay una polarización en la forma de gestionar esta habilidad en los niños. Todos conocemos padres que opinan que a los niños se les debe evitar cualquier frustración, pues ya la vida se encargará de “hacerles sufrir”.
También están los del lado opuesto que tienden a frustrar de forma intencional al niño en la creencia de que eso “confiere carácter” y así aprenderán a enfrentar la vida que es muy dura.
Es decir, infraprotección frente a sobreprotección.
En ese continuo habitamos la mayoría de padres, más cerca de uno u otro polo, dependiendo de la situación, del carácter del niño, de la forma en que fuimos educados, de nuestro estado de ánimo en ese momento, cansancio, etc. Es decir, sin una línea consistente de actuación en algo tan básico como es ayudar a nuestros hijos a manejar una de las habilidades emocionales más predictoras de éxito o de fracaso vital.
Algunos de los comportamientos típicos de niños que no han aprendido a gestionar la frustración son:
Agresividad: reaccionan de forma agresiva o con rabietas cuando sienten frustración.
Abandono de la tarea, no persisten.
Impaciencia e impulsividad.
Búsqueda de refuerzo o gratificación inmediata.
Demandan de forma exigente.
Pensamiento polar o radical, poca flexibilidad.
Intolerancia al error o al fracaso.
Dificultad para adaptarse a los cambios.
Ansiedad.
Inseguridad. La vida frustra. Por ello es imprescindible tolerar la frustración y eso se aprende. Hay niños con tendencias de personalidad que estarán más predispuestos y otros más resistentes, pero esta es una aptitud, una habilidad que como tantas otras necesita modelaje y herramientas para ser incorporada. No ser capaces de tolerar la frustración nos convertirá en adultos emocionalmente discapacitados, ineptos vitales. La vida va a traer frustraciones sí o sí, no siempre nos va a dar aquello que deseábamos incluso esforzándonos mucho. Esto es una realidad y no preparar a nuestros hijos para ello es debilitarles, es dejarles sin recursos de afrontamiento. Y no se trata de forzar artificialmente las situaciones que producen frustración, ya que eso es innecesario, contraproducente y, en mi opinión, también algo sádico. Pero tampoco debemos evitarlas ni mucho menos, compensarlas. Se trata de aprovechar las frustraciones cotidianas, inherentes al hecho de vivir, como preciosas oportunidades de aprendizaje que, sin ellas, no podríamos hacer. Nuestro papel como padres y educadores debe ser el del acompañamiento emocional en momentos donde la frustración aparece y duele, reconociendo y validando la emoción primero y ayudando a generar soluciones alternativas después. Pero debe ser el propio niño quien, sintiéndose comprendido y contenido, sea capaz de generar una solución alternativa. No debemos compensar nosotros lo que falló ya que evitaremos al niño la posibilidad de trabajar aptitudes esenciales como la paciencia, la aceptación, la solución de problemas, la demora del refuerzo y la creatividad. Algunas ideas para ayudar a nuestros hijos a gestionar la frustración:
Deja que haga aquello que puede hacer, aunque lo haga despacio y mal. Aunque se equivoque o no lo haga de la forma en que tú lo harías. Con ello estás capacitándole para vivir el error como algo positivo que nos indica cómo no hacer las cosas (luego es un camino, un faro) y estás desarrollando en él la percepción de logro y competencia personal, ambas pilares de una autoestima sólida y resistente a los reveses.
No compenses el error haciéndolo tú. Deja que lo vuelva a intentar e invítale a encontrar por sí mismo nuevas rutas para resolverlo. Permanece a su lado, tu papel es ofrecer contención y seguridad para que él encuentre su forma de hacer las cosas.
Sé referente. Los niños aprenden, sobre todo, por modelaje y nosotros somos los modelos a través de los cuales filtran la realidad y aprenden a estar en el mundo. Si tú vives el error como algo negativo, si abandonas la tarea cuando te frustras, si vives un revés cotidiano de forma agresiva, estás siendo incoherente con lo que pretendes transmitir. Revisa tu forma de afrontar el fracaso, la frustración y el error. Para educar hay que reeducarse.
No dejes que se enfrente a aquello para lo que aún no está listo. Hay situaciones que requieren la intervención de un adulto.
Ayúdale a canalizar la frustración de forma constructiva: es necesario que aprenda a identificarla, nombrarla y después encontrar una manera de desactivar la agresividad que pueda generar: sencillas técnicas de respiración diafragmática, el ejercicio físico intenso (correr, saltar, gritar…).
No minimices ni anules el llanto. Llorar es una respuesta necesaria, positiva y posterior a la agresividad que genera la frustración, por tanto, es un paso previo para neutralizar la impotencia y sentirnos más preparados para el aprendizaje posterior.
Sé empático de verdad. Escucha sus razones y trata de que hable sobre todo de emociones, de cómo se siente. Hablar de ello, es el principio de la aceptación y, por tanto, de empezar a encontrar sus propias maneras de resolverlo. Contar un suceso parecido que te ocurrió a ti cuando eras pequeño, suele ser percibido por el niño como que estás entendiendo realmente su situación dado que la viviste y en ese saberse comprendido hay un enorme camino recorrido.
La persistencia en la tarea no tiene que ser seguida ni insistente. Si el niño está intentando algo que no consigue y se frustra, puede ser bueno cambiar de actividad y volver a ello más tarde, cuando el ánimo haya cambiado. Negócialo con él previamente.
Dale la ayuda justa y cuando la pida. Es importante que aprendan también a pedir ayuda cuando sientan que la necesitan, pero no des más de lo que es necesario, dale solo aquello que le permita seguir por sí mismo. Los padres tendemos a hacerlo por ellos en la creencia de que les estamos ayudando, pero es una ayuda cortoplacista y que parchea una situación concreta en lugar de generar recursos adaptativos de personalidad a largo plazo. En definitiva, no te preocupes demasiado por cuánto puedes hacer por tus hijos, sino por cuánto pueden hacer por sí mismos y cuánta solidez vital han construido, gracias a cómo fueron educados.