El rencor es uno de los sentimientos más costosos de manejar con el que debe bregar el terapeuta de pareja (Gordon, C K. Baucom, DH 1998).
El rencor es un sentimiento que puede volverse muy destructivo si no se repara a tiempo pues supone cultivar y estimular una mirada negativa hacia el otro.
Mantenerse en el rencor conlleva no poder apreciar ningún aspecto positivo del otro la cual cosa hace que se ponga de manifiesto la peor parte de uno y de otro.
Puede darse tras un largo proceso de agravios o mediante una afrenta tan intensa y repentina como suele suceder en la infidelidad (Campo,C., Linares, J.L., 2002). No en todos los casos se detecta, pero, cuando hace acto de presencia, ignorar el rencor puede impedir que se produzca cambio positivo alguno en la pareja.
La primera dificultad de su manejo es que pocas veces es un sentimiento que se reconozca tener. Una de las frases que nos puede poner en alerta es la consabida “Puedo perdonar, pero no olvido”. De hecho, cuando se formula, encubre a menudo la imposibilidad de perdonar, con lo que ello significa de imposibilidad de pasar hoja y darse a sí mismo y al otro una nueva oportunidad. Por otra parte, más allá de las palabras y de la buenas intenciones, la mejor fórmula que tiene el terapeuta para valorar su existencia radica en el análisis de los gestos y las acciones. Cuando sólo prevalecen las de tipo negativo, incluso como respuesta a acciones positivas del otro, es probable que el rencor haya hecho acto de presencia.
El terapeuta ha de poder ayudar a explicitar dichos sentimientos y a valorar, sobre todo, hasta qué punto son la expresión de una situación de irreversibilidad. Cuando es así, cuando ya no es posible dar marcha atrás y, por tanto, haga lo que haga el cónyuge transgresor nunca va a ser perdonado, esa actitud debe poderse poner de relieve de manera que se evidencie el riesgo que supone para el bienestar personal de ambos e, incluso, para su salud mental.
En efecto, no es infrecuente que como consecuencia de esas continuas interacciones negativas se facilite la emergencia de sintomatología depresivo-ansiosa, máxime cuando se experimentan desde la vivencia de no tener otras alternativas. En algunos casos, tras el agravio la relación de pareja queda presidida por la voluntad de castigo al cónyuge transgresor casi como una penitencia que se debía pagar “in eternum”. Los dos quedan atrapados en una situación sin salida, castigándole uno por su infidelidad y pagando el otro eternamente por su falta, con el resultado de un infierno en vida para ambos, pues en la relación de pareja vengarse del otro es tirar piedras contra el propio tejado y, por tanto, en definitiva autocastigarse.
En estos casos es importante aclarar los términos de culpa, responsabilidad y coparticipación. Substituir la culpa por responsabilidad conecta más fácilmente con las acciones reparadoras que se van a sugerir con posterioridad. Por otra parte, ese pequeño matiz más proactivo que sugiere la palabra responsable, conecta mejor con el reconocimiento necesario de su responsabilidad por parte del trasgresor en tanto que, de manera unilateral y sin dejar posibilidades de elección al cónyuge, tomó una decisión que también le incumbía y podía causarle perjuicios. Paralelamente se puede hablar de coparticipación dado que el cónyuge traicionado, tanto con sus acciones como con sus omisiones, también ha participado en facilitar un contexto favorable a la infidelidad. Y eso es factible de ver cuando, previamente, se ha hecho un recorrido minucioso por la historia de amor de esa pareja.
Otro aspecto clave tiene que ver con la necesidad de explicar con detalle, por parte del cónyuge traicionado, los sentimientos de dolor que esos hechos le han causado. Hay una parte del rencor que se relaciona con la necesidad de reconocimiento y explicitación del daño recibido. Por eso resulta tan contraproducente la tendencia a veces observada de “quitarle hierro” o de evitar hablar de ese tema como formula de afrontar esos hechos. Muy a menudo se han realizado intentos fallidos en esa dirección, previos al espacio terapéutico, pero, debido a la carga agresiva y de reproche con que esos sentimientos de dolor y de rencor se han expresado, no se ha favorecido una escucha empática. Es un trabajo de legitimación de los sentimientos, que le puede permitir al transgresor ponerse en el lugar del otro. Es recomendable, a efectos prácticos, que el terapeuta no pase por alto la máxima “si algo se siente, por algo será”, como una manera de propiciar la actitud de curiosidad respetuosa que está siempre en la base de una escucha atenta del otro. A la vez que conduce esa sesión de manera cuidadosa, ayudando con su ejemplo a promover una escucha positiva, en silencio y empática.
Además también puede ser útil hacer un ejercicio de escucha a la inversa, de manera que el cónyuge transgresor pueda explicitar cuáles eran sus necesidades previas no resueltas y cuáles fueron las circunstancias que facilitaron sus acciones. Se trata de acabar de contextualizar con detalle esas experiencias, de manera que disminuyan los sentimientos de culpa tan poco productivos desde una perspectiva positiva y, por el contrario, se estimule el aumento de la responsabilidad. Este ejercicio de escucha atenta, que puede ser definido en términos de “oreja amiga”, constituye por sí mismo un ejercicio que facilita una comunicación más funcional entre los cónyuges, a la vez que posibilita, a través de la escucha empática que se genera, una mayor cercanía emocional entre ambos. Por otra parte, facilita que el cónyuge traicionado empiece a trascender su posición de víctima, pues reconocerse como coparticipante favorece que se dé cuenta de que se puede participar de otra manera y, por tanto, a partir de ese momento empezar a hacer las cosas de forma diferente. Un primer paso se logra cuando se empiezan a reconocer las necesidades del otro y, a la vez, el papel que puede tener uno mismo para satisfacerlas.
La siguiente intervención pasa por facilitar la emergencia de rituales de reparación, entendiendo por ello cualquier acción que se realice con la intención de reparar el daño causado. Acostumbra a ser útil que suponga un cierto esfuerzo, y tenga en cuenta las necesidades del cónyuge traicionado. Este, a su vez, tiene que poderlas dotar de ese significado reparador. No hay dos rituales iguales, de hecho responden siempre a las experiencias idiosincrásicas de la historia de amor de cada pareja. Lo importante es el significado que se otorgue a las acciones elegidas y el grado de complicidad que genera su ejecución.
Tal como plantea Imber-Black, E. y otros (1991), los rituales tienen un peso especifico en la vida de las familias y un importante papel en la consolidación del vínculo entre los esposos. Por eso es importante que el terapeuta ayude a potenciarlos, máxime como sucede en estos casos, en los que es útil que se exprese claramente la voluntad de reparación, así como que se apuesta de nuevo, en firme, por el vínculo. Cuando los objetivos descritos se consiguen, se está entonces en condiciones óptimas para trabajar, si es necesario, algún ajuste más en la relación de pareja, pero en un contexto de terapia de pareja, ahora sí ya claramente definido y con las condiciones necesarias para su finalización exitosa. Al concluir la terapia es conveniente, también, subrayar en términos de prevención, cómo la mejor garantía para que no se pueda volver a repetir una experiencia de infidelidad pasa por reasegurar una buena comunicación entre los dos. Y facilitar una complicidad entre ambos, que permita conocer las propias necesidades y, sobre todo, las del otro. En ese sentido, la mejor prevención radica en estar atentos al bienestar del otro y en no fiarse sólo de las apariencias. Favorecer la conexión íntima y aumentar la comprensión del otro permite, a la vez, ajustar mejor la propia conducta. Y si eso choca con algún impedimento, es mejor explicitarlo antes que silenciarlo en aras de evitar conflictos.